Josep Piqué • X Encuentro CAF-SEGIB de Economistas. Los desafíos de Iberoamérica ante una nueva geopolítica. • 14 de julio de 2017

¿El mundo frente a un cambio de era?

Un momento impredecible

Voy a intentar abrir el debate introduciendo algunos elementos de reflexión a partir de la pregunta que se me hace. Pero si me lo permiten, me gustaría contextualizar lo que puede ser la presidencia de Trump en Estados Unidos. Rebeca ha hablado de un eventual repliegue anglosajón; creo que estaba implícita en su reflexión una cierta referencia a ese concepto intelectual que llamamos “Occidente”. Y detrás de todo esto, está el papel de nuevos poderes que han aparecido y evidentemente también está la cuarta revolución tecnológica –eso que, por simplificar, llamamos “revolución digital”– y la aparición de fenómenos antiglobalización. Algunos interpretan que hemos llegado a una especie de final de ciclo y que retornamos al aislacionismo, al nacionalismo y al proteccionismo. Y ahí se inscribe, en algunas ocasiones, la presidencia de Trump. Evidentemente no sabemos qué es lo que tiene en la cabeza el presidente de los Estados Unidos. Y no lo sabemos, porque probablemente él tampoco lo sabe. Es un hombre muy intuitivo; ha basado su actividad profesional y empresarial en eso que llamamos “la intuición”, pero no hay elaboración intelectual detrás. Trump no es una persona que haya pensado ni que tenga un esquema de lo que tiene que ser el papel de Estados Unidos en el mundo, sino que actúa a través de impulsos, a través de reacciones y en base a su intuición, y la prueba es que cambia de opinión muy a menudo: un día la OTAN es obsoleta y al día siguiente es “nuestra gran alianza”, pero luego resulta que “no nos vale, porque los europeos nos deben muchísimo dinero y, mientras no lo paguen, no los vamos a tomar en serio”. O un día somos grandes amigos de los rusos, pero después ya no, y al día

siguiente decimos –y parece que además no es cierto, y menos mal–, que vamos a llegar a un gran acuerdo entre Rusia y Estados Unidos para que establezcamos una estrategia anti-hackeo que afecte a los procesos electorales respectivos –cosa que a Putin probablemente lo ha dejado muy tranquilo–, y un día somos enemigos de China, luego nos entrevistamos con Xi Jinping y nos hacemos amigos, pero al día siguiente en el G20 resulta que volvemos a tener graves discrepancias. Por lo tanto, es muy difícil interpretar por el carácter errático propio de una ausencia de elaboración intelectual, de elaboración teórica, es difícil encontrar un hilo conductor a la actual política exterior de Estados Unidos. Y esto es un drama. Podemos hacer chascarrillos o algún que otro chiste respecto a la inconsistencia de la actual administración estadounidense, pero eso es una tragedia para todos nosotros. Necesitamos unos Estados Unidos consistentes, coherentes y con una política predecible. Y al gran problema de la imprevisibilidad del mundo actual, se añade la de la política exterior de los Estados Unidos. Y me acojo a la palabra impredecibilidad para definir la actual situación. Hasta la caída del Muro de Berlín y, poco después, el desmoronamiento de la Unión Soviética, el mundo era muy peligroso –no en vano le llamábamos al momento “el equilibrio del terror”–, y el equilibrio del terror tiene dos componentes: uno, el terror –y por lo tanto era muy peligroso– pero el otro era el equilibrio. Y, por lo tanto, era en cierto modo predecible. Todos los conflictos que hubo hasta esa época (con muchos matices), eran interpretables en términos de la división de bloques. Y los enfrentamientos bélicos que había en el sudeste asiático, en África o en Centroamérica o en América Latina en general, eran

interpretables en términos de la división de bloques: uno de los bandos se alineaba con uno, y el otro se alineaba con otro. Con los matices que se quiera, pero tenía una cierta lógica y por tanto, los podíamos predecir. Había una cierta certidumbre y un cierto orden, y por eso éramos capaces de hablar de un orden mundial. Era, probablemente, un orden criticable, sin ninguna duda, y hasta incluso detestable porque se basaba, insisto, en la destrucción mutua asegurada, pero era un orden. Ahora lo que hay es un proceso que no sabemos todavía si va a desembocar en un nuevo orden que seamos capaces de identificar, en el que haya actores que sean predecibles en sus comportamientos y que, por lo tanto, puedan afectar a la naturaleza de los diferentes conflictos que puedan surgir en el planeta. No hay un orden, lo que hay es un desorden, y lo que hay es una recomposición de lo que un viejo marxista llamaría “la correlación de fuerzas” a nivel internacional, porque uno de los dos líderes de los dos grandes bloques se desmoronó de un día al otro. Y, Occidente ganó la llamada Guerra Fría de una forma absolutamente estrepitosa, pero de ahí está surgiendo un mundo que, de nuevo, ya no un viejo marxista sino el propio Marx, llamaría: “lo viejo no acaba de morir, pero lo nuevo no acaba de nacer.” Y estamos en eso. Algunos lo han teorizado y hablan de la famosa “trampa de Tucídides”, en el sentido de que cuando hay una gran potencia más o menos hegemónica y surge otro poder que es capaz de empezar a disputarle esa hegemonía, el resultado final suele ser la guerra. Cuando cae el Muro de Berlín, Estados Unidos aparece como la única gran superpotencia, la gran ganadora de la Guerra Fría. Es cuando se habla del “fin de la historia” o cuando se habla –Madeleine Albright– de la “potencia indispensable” o cuando se habla –Hubert

Védrine– de la “hyperpuissanse”. Y el fin de la historia significaba eso: hay una única gran potencia, más o menos benefactora, a la que no se le discute su hegemonía militar, pero tampoco su hegemonía en el campo de las ideas, en el campo de la defensa de la democracia representativa, de la defensa de la economía de mercado y de la defensa de un sistema de libertades tal y como lo entendemos en Occidente. Como la victoria en la Guerra Fría fue tan estrepitosa, eso se iba a “expandir” a lo largo del planeta con más o menos tiempo, pero evidentemente, si todo el mundo abraza la democracia, si todo el mundo abraza la economía de mercado basada en la libre iniciativa y en la libertad de empresa y todo el mundo acepta la superioridad de los valores de libertad e igualdad, los conflictos, lógicamente, se van a poder canalizar, no a través del enfrentamiento militar, sino a través de la confrontación democrática. Evidentemente esa visión cayó muy rápidamente. Si lo ponemos en términos gráficos, de la misma manera que la división de bloques termina con el Muro de Berlín y con la Unión Soviética, esto termina el 11 de septiembre de 2001, cuando vemos que hay enemigos muy peligrosos y muy serios a ese nuevo pretendido orden, basado en la hegemonía de los Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo –y para mí más relevante–, resulta que la propia desaparición de la división de bloques libera una serie de potencialidades y de energías que estaban cristalizadas por la Guerra Fría y empiezan a surgir nuevos poderes muy relevantes que le disputan a Estados Unidos esa posición hegemónica en solitario. Y si tenemos que definir de alguna manera la situación ahora, nos estamos acercando a una especie de nuevo bipolarismo, pero que es todavía un bipolarismo imperfecto o bipolarismo asimétrico. ¿Por qué

lo llamo así? Porque, evidentemente, Estados Unidos sigue siendo una gran potencia, pero en términos relativos, declinante; sigue siendo una gran potencia a distancia sideral de cualquiera desde el punto de vista militar, sigue siendo una gran potencia a distancia sideral de cualquiera desde el punto de vista del soft power y, por lo tanto, de la transmisión de sus valores culturales, pero es declinante en términos de peso económico y demográfico, dos factores esenciales para definir una hegemonía. Estados Unidos sigue siendo una gran potencia, pero está surgiendo otra gran potencia global. ¿Qué es una potencia global? Cualquier potencia que entienda que cualquier conflicto, cualquier circunstancia que surja en cualquier lugar del planeta, de una forma u otra, directa o indirectamente, intensa o menos intensamente, afecta sus propios intereses. Eso era la España del S. XVI, lo ha sido el Reino Unido durante los siglos XVIII y XIX, lo han sido los Estados Unidos. Ahora ha surgido otra potencia que, por sus intereses en el sudeste asiático y en el conjunto del continente, sus intereses en África o sus intereses en América Latina, piensa que cualquier cosa que suceda en el mundo la afecta directamente y tiene que estar presente de alguna forma. Esa nueva potencia global se llama China. China está todavía a mucha distancia como potencia militar, pero desde luego la distancia no es tanta desde el punto de vista económico. El Producto Interior Bruto, en términos de poder adquisitivo de China, ya es superior al de los Estados Unidos; no la renta per cápita, hablo del Producto en términos absolutos. En términos demográficos, evidentemente no hay discusión. Su capacidad de influencia desde el punto de vista cultural empieza a ampliarse en su zona inmediata de influencia, el sudeste asiático, pero no solo ahí. Y avanzo una primera reflexión para el debate posterior: nos

tenemos que acostumbrar a empezar a ver buques de guerra chinos por los diferentes mares del planeta, que es la expresión gráfica más clara de lo que llamamos una potencia global. Cuando España dominaba en el siglo XVI, era porque sus galeones y sus barcos de guerra dominaban el Atlántico, el Mediterráneo y alguna otra parte; el Imperio Británico ha basado siempre su poder en su presencia en los diferentes mares; Estados Unidos tiene sus flotas –en el Mediterráneo tenemos a la VI–, en todas partes y ejerce su poder en tal sentido. Quiero recordar, por ejemplo, que en la guerra entre Irán e Irak en los años 80, después de la revolución de los Ayatolás en Irán, Irán intentó bloquear el estrecho de Ormuz, que es la salida natural del Golfo Pérsico hacia el Índico; Irán está al norte del estrecho de Ormuz, al sur está el sultanato de Omán y los Emiratos Árabes Unidos. ¿Quién impidió minar el estrecho de Ormuz y, por lo tanto, asegurar la libertad de circulación en los mares y el libre comercio del gas y del petróleo en la Península Arábiga? Los norteamericanos y sus portaviones. Ahora vemos como China está empezando a construir portaviones con su propia tecnología. Pongo un ejemplo geográfico que a mí me gusta mucho repetir, pero que intenta explicar lo que quiero decir. Si tienen el mapamundi en la cabeza, ustedes saben que el estrecho de Ormuz está al oriente de la Península Arábiga y ya he mencionado su posición estratégica. Pero al occidente de la Península Arábiga, hay otro estrecho muy relevante, que se llama Estrecho de Bab el-Mandeb, que es la salida natural desde el Mar Rojo, que a su vez conecta con el Mediterráneo, a través del Canal de Suez, con el Océano Índico. Por ahí sale buena parte de los hidrocarburos de la Península Arábiga y, fundamentalmente, de Arabia Saudita. Al norte del Estrecho de Bab el-Mandeb hay un país en guerra civil, Yemen. Esa guerra civil la pueden ganar los chiitas aliados de Irán, de tal manera que si eso sucediera, en los dos estrechos vitales de la

Península Arábiga habría una presencia fundamental de los chiitas a través de Irán y de un país absolutamente alineado con Irán, que sería el Yemen de los hutíes. ¿Qué hay al sur de Bab el-Mandeb? El Cuerno de África. Aparte de Estados relativamente fallidos como Somalia o Eritrea, y sin mencionar a Etiopía, hay un pequeño país, casi desconocido por la opinión pública, llamado Yibuti. En Yibuti hay una presencia militar francesa –porque se independizaron del poder colonial francés en el año 77–, pero hay una enorme base norteamericana con más de 4000 militares. Es la base militar norteamericana más importante que hay en África. ¿Saben quién está construyendo una enorme base militar en Yibuti, además de la presencia norteamericana y francesa? Los chinos. Y eso no es casual, refleja una estrategia y una voluntad de potencia global. Es cierto que hay otros países que también están reclamando su puesto, pero no son potencias globales. Es verdad que India va a jugar un papel fundamental –dentro de 20 años, va a tener más gente que China–, es verdad que en el sudeste asiático países como Indonesia, que son enormemente relevantes y que en diez años van a ser económicamente más importantes que Alemania, también reclaman su puesto. Es verdad que en América Latina Brasil o México tienen también voluntad de ampliar su espacio de influencia porque son países muy importantes, es verdad que para los europeos todo lo que está sucediendo en Turquía es también muy relevante; es verdad, si nos vamos a Oriente Medio, que el juego de poder entre Arabia Saudita y los iraníes, fundamentalmente, pero con presencia cada vez mayor de los turcos, también es muy relevante. Pero me voy a un ejemplo clarísimo, Rusia. Alguien podría pensar que la Rusia de Putin también está recuperando sus pretensiones de potencia global como lo fue la Unión Soviética. La Unión Soviética fue una potencia global

porque tenía economía, porque tenía demografía, porque tenía poder militar y porque tenía una cosa muy importante, ideología: poder blando, pero enormemente relevante, a través de los diferentes partidos comunistas en todo el mundo, incluidos los principales países occidentales. Rusia sigue teniendo poder militar, muy obsoleto. Hay quien dice que lo mejor que le puede pasar al principal portaviones ruso es que se quede en un puerto y que no navegue, no sea que al final tengamos algún accidente, pero sigue teniendo poder militar. Pero no tiene peso económico. El Producto Interior Bruto de Rusia es equivalente al de España y su población es tres veces mayor. No tiene economía para ser una potencia global. Pero ya que he mencionado la población, tampoco tiene demografía, pues es un país absolutamente declinante en términos demográficos. Ahora tienen algo más de 140 millones, pero es probable que bajen de cien en apenas una generación, porque el grado de mortalidad –entre otras cosas, por el alcoholismo– es muy alto. Y no tienen ideología exportable. Por lo tanto, a pesar de la recuperación del espíritu zarista en la política exterior de Rusia, con su voluntad de expandir su área de influencia, el debate a nivel mundial no está, en mi opinión, entre Rusia y Estados Unidos, sino que va a estar cada vez más en la confrontación entre Estados Unidos y China. Para terminar con Rusia, porque me parece un apartado muy interesante y que liga con la reacción de la administración norteamericana y del Presidente Trump: a lo largo de toda su historia, Rusia siempre ha tenido una estrategia derivada de su inseguridad. El hecho de que desde los Pirineos Atlánticos hasta Moscú o San Petersburgo todo sea llano y no haya ningún tipo de obstáculo natural, ha llevado a los rusos al temor permanente, a la angustia permanente de ser invadidos. Y no les falta razón, porque los han invadido. En la historia reciente, por no remontarme a los tártaros, fueron invadidos por Napoleón y por Hitler. Por lo tanto

para Rusia, ampliar su perímetro de seguridad desde un punto de vista terrestre, no marítimo, es absolutamente fundamental. Decía la emperatriz Catalina, en una frase que a mí me impactó la primera vez que la leí, que la mejor manera de proteger las fronteras de Rusia era expandirlas y, por lo tanto, alejar el perímetro de seguridad, cuanto más lejos de Moscú y de San Petersburgo, mejor. ¿Cuál es la expresión del sueño histórico de los zares, empezando por Pedro el Grande? El sueño histórico de los zares rusos, ha sido la Unión Soviética. Porque la Unión Soviética tuvo control sobre el Báltico, algo que los rusos siempre han querido tener; tuvo control sobre el Mar Negro, sobre el Cáucaso, sobre el Caspio y sobre Asia Central. Y llevó su perímetro de seguridad hasta centro-Europa, incluso hasta el punto de partir Alemania por la mitad. Ese era el sueño de la Rusia atávica, de la Rusia histórica. Cuando cae la Unión Soviética –y por eso Putin dice que es la peor catástrofe geoestratégica del siglo XX–, ese sueño ruso desaparece. Eso explica, no justifica, la reacción rusa a partir del momento en que llegan a la convicción de que Ucrania, que ha sido parte integrante de la Unión Soviética y del sueño ruso (y que además es el origen histórico de Rusia –los rus nacieron en Kiev–), a partir del momento que parece que Ucrania puede decantarse hacia el otro lado, no tanto porque llegue a acuerdos con la Unión Europea, sino porque puede llegar a integrarse en la Alianza Atlántica. Eso para Rusia es red line, es absolutamente insufrible. De ahí la actitud de Rusia respecto al conflicto de Ucrania y de Crimea que, por otro lado, desde el punto de vista de los derechos históricos, poco hay que discutir. Todo esto viene a cuento respecto a Trump. Trump es un parvenu, que dicen los franceses. Ha aparecido ahí casi de rebote. No era predecible que eso pudiera ocurrir y no sabemos, por lo tanto, cómo todo eso pueda cristalizar. Pero es cierto que ha ganado las elecciones

porque ha sabido leer e interpretar mejor los miedos atávicos de buena parte de la clase media blanca norteamericana. Y no es una casualidad que se haya nutrido de los votos de los antiguos estados industriales –Michigan, etc–, que votaban tradicionalmente al Partido Demócrata. Es la reacción ante los efectos negativos de eso que llamamos la globalización, que además se acrecienta con los efectos, en algunos casos también excluyentes de una parte de la población, derivados de la revolución tecnológica. Eso justifica el proteccionismo, el “America first”, el aislacionismo y el nacionalismo, porque está en la base de sus votantes. Pero ahí tenemos una gran paradoja, que se añade a otra. La primera paradoja es: Occidente gana estrepitosamente la Guerra Fría, y después de esa victoria absolutamente indiscutible, empieza su decadencia y entramos en una era post-occidental. Es una paradoja. Pero la segunda paradoja es que quien está encabezando esa reacción contra la globalización, es precisamente el mundo anglosajón que siempre tuvo como objetivo estratégico expandir hacia afuera sus valores y sus principios como mecanismo de hegemonía. Y ahora lo que estamos viendo es un repliegue del mundo anglosajón, que intenta poner obstáculos y resistencias a lo que viene de afuera. Hemos invertido la dirección de la proyección estratégica del mundo anglosajón, en el caso del Reino Unido con el Brexit y en el caso de Estados Unidos con Trump. ¿Es esto el fin de la globalización? Es como decir que si nos metemos en una cámara de vacío hemos terminado con la Ley de la Gravedad. La globalización es un fenómeno absoluto irreversible, ha venido para quedarse, lo que tenemos que hacer es gestionarlo correctamente, y Trump es una anécdota en todo ese proceso. Ya veremos si la anécdota es más o menos peligrosa o más o menos

negativa, pero estamos ante algo que no tiene vuelta atrás, que puede sufrir retrocesos o a lo que se pueden poner obstáculos, pero que desde mi punto de vista forma parte de la evolución del mundo, sin la menor duda y sin vuelta atrás revelante porque, entre otras cosas, la revolución tecnológica también va en esa dirección. La revolución tecnológica generaliza el acceso a la tecnología y, por lo tanto, generaliza la convergencia tecnológica y de productividades en todas las zonas del planeta. De ahí la decadencia de Occidente. Porque la hegemonía de Occidente, que ha durado muy poquito –dos siglos y medio, que en la historia de la humanidad no es nada–, se ha basado en el monopolio tecnológico, en el monopolio de la utilización de las revoluciones industriales anteriores. Esto ya no va a ser así y, por lo tanto, de alguna manera vuelve el poder de la demografía y de la capacidad de productividad. Y no es malo que esto haya sucedido. Nunca como ahora en la historia de la humanidad ha habido tanta gente, centenares de millones e incluso más, que se han incorporado a condiciones de vida dignas. Nunca como ahora había sucedido, como por primera vez ha sucedido, que haya más gente en el mundo que vive en las ciudades y no en el campo. Pero, también, es verdad que nunca como ahora, sobre todo en determinadas áreas (y en Europa es así, y en España fundamentalmente, pero empieza a ser verdad también en América Latina) cada vez somos más mayores y, por ejemplo, en el caso de España tenemos un millón de abuelos más que de nietos. En otras zonas del mundo eso no ocurre. Son elementos a tener de cuenta que me llevan a la última frase: todo esto es muy complejo, pero si al final Europa sabe leer correctamente lo que está sucediendo, y después de haber pasado un ciclo electoral que era muy preocupante, pero que está saliendo relativamente bien, es capaz de relanzar su proyecto

político, el vínculo Atlántico sigue siendo básico para la defensa de lo que llamamos los valores de Occidente. Más allá del vínculo tradicional anglosajón, tenemos que construir o que reforzar un vínculo hasta ahora muy tenue, muy leve, con América Latina. Pero no digo esto porque estemos en este ámbito, sino porque creo profundamente en esa realidad. Vamos a ver si somos capaces de sobreponernos a ese ciclo electoral también preocupante que viene en América Latina con ocho elecciones muy relevantes en el próximo año y medio. Si salen bien, tenemos una oportunidad única para construir algo muy sólido en defensa del libre comercio, de la globalización bien entendida, de una gobernanza mundial basada en los valores de igualdad y de libertad y de defensa del Estado de Bienestar, que nos permita decir que hemos vivido tiempos muy turbulentos, muy inciertos, hemos estado muy asustados, pero al final las cosas se pueden reconducir razonablemente. Tenemos, insisto, una oportunidad, entre otras cosas porque si algo puede ser el puente entre el mundo Atlántico y el mundo del Pacífico, eso se llama América Latina. Y para Europa, para Occidente, me parece que es un elemento fundamental. Trump está ahí, pero como todos los presidentes norteamericanos, en términos históricos será efímero. Lo importante son las grandes tendencias. Y son esas las que tenemos que ser capaces de interpretar.