Josep Piqué • Cinco Días • 26 de julio de 2018

Josep Piqué: Iluminando desde la racionalidad

Por encima de su actividad política –fue portavoz del Gobierno, ministro de Asuntos Exteriores, y de Ciencia y Tecnología durante la era Aznar, así como presidente del Partido Popular y del Grupo Parlamentario de dicho partido en Cataluña hasta 2007–, y más allá de su desempeño en el sector privado –entre 2007 y 2013 presidió Vueling y hasta 2016 fue consejero delegado y vicepresidente de OHL–, si hay algo que verdaderamente define a Josep Piqué es su ingente conocimiento e interés vocacional por las Relaciones Internacionales.

Experto en el análisis, el diseño y la aplicación de la Política Exterior y de la Gestión Industrial, le entrevistamos con motivo de la publicación de El mundo que nos viene (Deusto), un libro que escribió entre finales del pasado año e inicios de 2018. Piqué sabe bien que los giros copernicanos que caracterizan el contexto actual hacen difícil cualquier predicción, por eso nada mejor que esta conversación para actualizar algunos temas y esclarecer incertidumbres.

FEDERICO FERNÁNDEZ DE SANTOS: Jason Brennan, profesor de Estrategia, Economía, Ética y Políticas Públicas en McDonough Business School de Georgetown, nos hablaba de la epistocracia como alternativa a la democracia. Él plantea un “gobierno por oráculo simulado”, donde todo el mundo puede votar, pero no todos los votos tienen el mismo peso, según el nivel de conocimiento del ciudadano. Por otra parte, vemos un mayor crecimiento y mejores resultados en democracias “a medias” o en “dictaduras blandas” que en entornos democráticos puros. ¿Cómo se supera esta dicotomía de democracia que, al mismo tiempo, nos frena?

JOSEP PIQUÉ: Creo que hay que hacer un poco de historia acerca de las actuales democracias representativas de Occidente, las democracias liberales, en el sentido más preciso del término; pues nos ha costado mucho llegar hasta aquí. Cuando hablamos de sufragio universal entre hombres y mujeres, olvidamos que durante buena parte del siglo XIX, incluso a principios del XX, el sufragio era censitario en función de los niveles de renta, y que el voto de la mujer no se consiguió hasta bien entrado el siglo XX. En el caso de España fue en los años 30, y no sin un tenso y largo debate en el Parlamento. Por tanto, todo esto es fruto de una evolución, si bien es cierto que ahora, en las actuales circunstancias, podemos hablar de básicamente tres motivos: la globalización y la digitalización, junto con la gran recesión de la última década. Este último ha supuesto una crisis de las democracias liberales de matriz occidental, en términos de desarraigo de los ciudadanos respecto a las propias instituciones democráticas. Al mismo tiempo, en virtud de la globalización, estamos viendo modelos políticos directamente no democráticos. Es decir, autoritarios y además con componentes en algunos casos totalitarios, entendidos como voluntad de controlar no solo la política, sino la sociedad –siendo China el ejemplo paradigmático–, o democracias iliberales, en expresión del primer ministro húngaro Viktor Orban, que ponen encima de la mesa la supremacía del ejecutivo, y por lo tanto ponen en cuestión la división de poderes. Aunque estos no cuestionan los procesos electorales ni la conformación de mayorías para gobernar, son muy restrictivos respecto a la independencia del poder judicial, a la supeditación del ejecutivo al legislativo y a algunas de las libertades básicas, empezando por la de información. Todo eso tiene gradación, porque no es lo mismo Turquía, con habituales atentados a la libertad de prensa, de información y de opinión, que Rusia o que, por ejemplo, los países de grado más díscolo como Polonia o Hungría, con planteamientos contrarios a principios básicos de la UE. A pesar de estas diferencias, a todos ellos les une una crítica a las democracias liberales tradicionales.

Pero más allá de eso, creo que el principal problema que tienen las democracias liberales de matriz occidental es que, en virtud de esos tres fenómenos, existe un alejamiento de los ciudadanos, incluso un debilitamiento del vínculo afectivo entre los mismos y las instituciones. A eso ha contribuido también algo muy tóxico, que es la corrupción, especialmente en algunos países como el nuestro, pero hay otros.

Cuando hablamos de la crisis de las democracias liberales, nos estamos refiriendo a la crisis de las democracias representativas, que se han basado en la existencia de un intermediario tradicional entre los ciudadanos y el poder que llamamos los partidos políticos. Todas las crisis de las democracias liberales se están manifestando en la ruptura, y en algunos casos incluso la demolición, de los sistemas de representación clásicos y de los partidos políticos tradicionales.

No es baladí que en Francia ninguno de los dos candidatos que finalmente se disputaron la segunda vuelta perteneciera a alguno de los dos grandes movimientos políticos tradicionales; lo mismo cabe decir de las elecciones presidenciales en Austria o en otros países, incluso de la aparición de los diferentes populismos.

Probablemente, hablando de las democracias europeas, el único lugar, y con muchísimos matices, en el que se conserva el sistema tradicional sea Reino Unido, donde sus partidos políticos de siempre se sostienen bastante, aunque han aparecido fenómenos como UKIP o los nacionalistas escoceses que trastocan el esquema habitual. También se mantiene en Alemania, pero en estos momentos las encuestas nos dicen que incluso la gran coalición entre la CSU y el SPD no tendría mayoría absoluta –algo que sería novedoso en el panorama político alemán–, y estamos viendo el caso de España, con la aparición a derecha e izquierda de dos fuerzas políticas adicionales y alternativas a los dos grandes partidos que han rotado en el poder desde hace 40 años.

Es verdad que cada país tiene sus especificidades, pero es innegable que hay una crisis de las democracias representativas. La salida solo puede ser profundizar en la democracia, no retroceder en la misma, y asegurar la independencia al poder judicial. Desde luego no comparto en absoluto aproximaciones de sufragio censitario como el que se nos plantea, no en términos de renta o de riqueza sino en términos de conocimiento, porque dónde están los límites y quién los determina. Ahí se da un componente de autoritarismo, más o menos cercano al despotismo ilustrado, que me inquieta profundamente. No se me ocurre nada mejor que el sufragio universal masculino y femenino.

F.F.S.: El profesor de INSEAD, José Luis Álvarez, nos llamaba la atención sobre el actual desinterés por la política nacional o local de “las verdaderas élites, es decir, aquellos que pueden elegir dónde vivir y trabajar, porque piensan que ya no es imprescindible su involucración”. ¿Dónde nos puede llevar esta ausencia de la élite intelectual, que antes guiaba y era la parte ética de la sociedad, y que ahora en un mundo globalizado ha decidido seguir otros caminos?

J.P.: Un viejo marxista diría, en lugar de utilizar la palabra “élites”, que estamos ante una dejación de responsabilidades por parte de la burguesía, y yo creo que tenemos varios ejemplos de esa dejación. Uno de ellos muy cercano, como es la situación política en Cataluña, que responde en gran medida a la abdicación política de sus responsabilidades por lo que antes llamábamos burguesía, y que hoy podríamos denominar las élites catalanas desde el punto de vista económico y cultural. No deja de ser una paradoja, y es algo que siempre me ha llamado la atención, que las élites en Cataluña –o la burguesía si se quiere– siempre han sido más importantes y han ejercido más su liderazgo cuando Cataluña no ha dispuesto de poder político propio. Además, se da una correlación inversa: cuanto más poder político propio menos sentido de la responsabilidad y menos involucración en la cosa pública por parte de esas élites burguesas.

Creo que este hecho nos tiene que mover a una reflexión, porque lo que hay tras esa dejación es una sobreponderación del poder político por una parte y una sobreponderación de la opinión de los ciudadanos, expresada directamente a través de los mecanismos asociados a las nuevas tecnologías –y fundamentalmente a las redes sociales–, donde manifiestan sus opiniones sin intermediarios y sin filtros, con lo que eso supone de trivialización del debate público y de frivolización de muchas actitudes y comportamientos. Esa es la base de los populismos y los nacionalismos: ofrecer respuestas simples a problemas complejos… Todos sabemos que así no se resuelven, pero también sabemos que, en situaciones de inquietud, angustia y preocupación, la propensión a asumir soluciones pretendidamente fáciles frente a problemas difíciles es mucho mayor, y creo que es lo que nos está sucediendo.

¿Cómo podemos recuperar ese protagonismo y esa asunción de responsabilidades por parte de las élites? Es algo cada vez más difícil, porque la propia globalización está diluyendo los antiguos espacios políticos nacionales y convencionales; y desde luego las nuevas tecnologías hacen que la voz de los ciudadanos esté mucho más mediatizada de lo que ellos creen, porque hay otros intermediarios virtuales muchísimo más poderosos que los tradicionales, como puede ser Google. Todo eso complica el papel de liderazgo de las élites, que era mucho mayor cuando los espacios estaban más compartimentados, y por lo tanto tenían una capacidad de influencia superior.

Es una situación difícil de resolver, que Moisés Naim analiza muy bien en su libro El fin del poder. Él explica que ahora los poderes convencionales rotan mucho más que antes, que es mucho más fácil acceder a ellos, pero también perderlos; y eso vale para todas las instituciones. No solo habla de los Estados, sino de las grandes corporaciones empresariales o de las diferentes iglesias. La realidad es que cada vez que un determinado sistema político y social ha perdido capacidad de escuchar y atender a sus intelectuales, ese poder ha tendido a desaparecer.

F.F.S.: En relación a la expresión de los ciudadanos, Ngaire Woods, decana de la Blavatnik School of Government, coincide con el economista alemán Juergen Donges al pensar que los referéndums son dejación de funciones por parte de los políticos. Un ejemplo de las consecuencias de esa dejación fue el Brexit, donde se ha demostrado que muchos de quienes votaron a favor pensaban por ejemplo que las tasas de inmigración en su país oscilaban entre el 10% y el 20%, cuando la realidad era que no superaban el 5%. ¿Cómo solucionar estas ineptitudes que tienen tanto efecto? J.P.: Solo tiene una respuesta, y es que los políticos asuman de verdad sus responsabilidades, tomando las decisiones en función de la información de la que disponen y transmitiendo la necesidad y la bondad de esas decisiones correctamente a la opinión pública. Comparto plenamente que los referéndums hay que guardarlos para aprobar una Constitución y pocas cuestiones más. Eso sí me parece razonable, pero no que se someta a referéndum decisiones políticas de calado, por definición complejas, y que requieren de muchos matices. Como mencionaba, el ejemplo paradigmático es el referéndum del Brexit, aunque hemos visto a los británicos excesivamente proclives a esta práctica, pues con anterioridad celebraron un referéndum sobre la independencia de Escocia, que por fortuna salió bien. Sin embargo, también podría haber ido mal o haberse quedado más británicos en casa que una cantidad de votantes que no responden a la mayoría del electorado, pero cuya consistencia efímera podría haber acabado decidiendo nada menos que la ruptura de un Estado que tiene cinco siglos de existencia. Un eventual referéndum de este tipo solo podría llegar después de un larguísimo proceso de análisis y negociación entre los responsables políticos para que, al final, una vez desbrozadas todas las diferentes posibilidades, se les pueda preguntar a los ciudadanos si están de acuerdo con lo que los políticos han decidido, que es justamente lo contrario de los referéndums que se han hecho. Como los políticos no deciden, preguntan a los ciudadanos; cuando el proceso ha de ser inverso. F.F.S.: El que fuera embajador de los Estados Unidos en la OTAN, Nicholas Burns, afirmaba que lo ocurrido en Crimea denota una inactividad en política exterior de la UE, pero al mismo tiempo, y por primera vez, se están dando pasos para la creación de un cuerpo de intervención militar de la UE, independiente de la OTAN. ¿Cómo de importante es que la UE adquiera personalidad propia en facetas como esta, para transmitir un sentido de unidad y pertenencia a las poblaciones de sus Estados miembros? ¿Es posible tener una política exterior común y una fuerza de intervención propia? J.P.: Es imposible tener una política exterior común, si no se tiene también una política de defensa común. Para ello hay que disponer de instrumentos de todo tipo, de soft y de hard power, con los que poder defender tus posiciones y que sean creíbles y sirvan para que, antes de tomar determinadas decisiones, se sepa que hay que escuchar, en este caso a la UE. Hasta ahora, no contábamos con algo así, porque en el escenario de la Guerra Fría quien monopolizada este hard power era EE.UU., a través de una Alianza Atlántica absolutamente hegemonizada por dicho país. Yo soy muy partidario de mantener esa Alianza y el vínculo Atlántico, particularmente en unos momentos en los que estamos viendo un repliegue del mundo anglosajón. El argumento defendido por algunos europeos de: “EE.UU. ya no es nuestro protector o no es un aliado fiable, y por lo tanto nos tenemos que responsabilizar absolutamente de nuestra defensa y seguridad”, me parece muy peligroso. Creo que tenemos que auto-resposabilizarnos cada día más de nuestra defensa y seguridad, compartiendo el esfuerzo con EE.UU. Además, el proyecto político de Europa no tendrá continuidad ni profundidad si no le añadimos ese componente de una política común de defensa y seguridad, pero veo compatible –aunque no fácil– la existencia de una capacidad, incluso de intervención militar, por parte de la UE, y su coordinación con la Alianza Atlántica. Otro debate sería qué sentido tiene esa Alianza en sus términos históricos, porque nació para proteger a Europa Occidental y EE.UU.; es decir, ante problema de seguridad interna de EE.UU. frente a una amenaza evidente como era la Unión Soviética. Eso ya no se plantea, si bien Rusia está teniendo una política exterior muy agresiva, al igual que otros países, algunos de ellos de matriz claramente autoritaria. Por lo tanto, la perspectiva de la OTAN, pero no de manera ad hoc sino de manera más elaborada estratégicamente, podría ser la defensa de los valores occidentales allí donde pudieran estar en peligro. He dicho que se ha hecho de manera ad hoc, porque por ejemplo la OTAN lleva muchos años en Afganistán, que es un territorio muy lejano del escenario europeo, que en principio era el objeto fundamental de protección por parte de la Alianza Atlántica; pero para eso es muy importante que exista un entendimiento político entre la UE y los EE.UU., y hoy es muy difícil por dos motivos. Evidentemente, lo es con un presidente norteamericano aislacionista, que no cree en la UE ni en el vínculo Atlántico, aunque el establishment americano sí. Hace unos días leía una viñeta que venía a decir: “Podemos sufrir cuatro años de Trump, y al final administrar ese tiempo, pero quizá ocho ya nos haga mucho daño”; es decir, cuatro los podemos digerir, porque la fuerza del establishment, entendido en un sentido amplio, puede ser muy fuerte. Otra parte de responsabilidad corresponde a la UE, que no está siendo capaz de definir una posición común respecto a estos asuntos, a pesar de avances como la PESCO (Cooperación Estructurada Permanente en materia de Defensa). Esto es fundamentalmente un acuerdo para racionalizar, y en consecuencia buscar sinergias en términos de las industrias nacionales de defensa. A veces, cuando se insiste en la necesidad de dedicar el 2% del PIB nacional a la OTAN, no nos damos cuenta de que es una exigencia política sobre la cual el presidente norteamericano tiene además mucha prisa, porque sabe que no se va a poder conseguir en el corto plazo, y le permite mantener una posición de fuerza negociadora. Como no se puede lograr, la única manera de llegar a un nivel del 2% es adquiriendo armamento norteamericano.

Pero más importante que todo es, precisamente, que ese avance en los esfuerzos presupuestarios se consiga a través de la puesta en común de proyectos relacionados con la defensa entre las diferentes industrias nacionales, y eso es la PESCO. Se trata de algo positivo, pero al final la política exterior europea solo tendrá plena credibilidad si cuenta con capacidad de intervención propia en coordinación, o en paralelo, con la OTAN, nunca en contra de; y eso todavía está en pañales.

F.F.S.: El catedrático de Economía de la Universidad de Pensilvania, Fernández Villaverde, nos hablaba de la necesidad de una elección democrática de un presidente para la UE, un líder europeo supranacional capaz de comunicar a la población la importancia del proyecto. ¿Esto es una entelequia o tiene su sentido? J.P.: Hoy por hoy es una quimera. No olvidemos lo que costó que hubiera un presidente del Consejo que fuera más allá de los semestres convencionales a los que estábamos acostumbrados con los turnos de las presidencias europeas sucesivas. Ahora lo que tenemos es una especie de “multicaras”. Intentando responder a la famosa pregunta de Kissinger de hace unas décadas: “Si quiero hablar con Europa, no sé a qué teléfono tengo que llamar”; ahora tenemos a un presidente del Consejo, débil porque está cuestionado por su propio país; tenemos a un presidente de una Comisión que no ha sido malo pero que en apenas un año afronta unas elecciones parlamentarias, y tenemos a un presidente del Parlamento que responde a una mayoría actual, si bien no sabemos cuál va a ser la composición del Parlamento en el futuro. Es decir, tenemos diferentes caras que se pueden identificar con lo que llamaríamos Europa. Es cierto que se ha producido un progreso, y hoy se podría responder a Kissinger que, si tienes que hablar con Europa para términos geopolíticos, llama a Mogherini, que es la Alta Representante para la Política Exterior y vicepresidenta de la Comisión; si quieres tratar temas comerciales, habla con la Comisión y con la comisaria de Comercio; si necesitas abordar cuestiones económico-financieras, contacta con el presidente del Eurogrupo… Es verdad que hemos ido avanzando en la identificación de interlocutores que sean vistos desde el exterior como voz de Europa. La propuesta de Fernández Villaverde es por qué no unificamos esas diferentes caras en una sola, y la dotamos de legitimidad democrática sobre la base de una votación directa. Pero si no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo sobre la figura de un ministro europeo de Finanzas, que sea precisamente quien represente al Eurogrupo, pero también a la Comisión y que además sea el presidente del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) para convertirlo en un Fondo Monetario Europeo –que es una de las propuestas que están encima de la mesa tanto de la Comisión como de Macron–, veo muchísimo más difícil que por ejemplo los países de Visegrado o los países Nórdicos acepten una elección directa de un presidente europeo. Desde luego, a los británicos jamás se les hubiera ocurrido aceptar una propuesta de estas características. No obstante, todo lo que sea profundizar en el debate es muy importante. El tema de fondo, como siempre ha sido, es el empuje franco-alemán, porque la UE es el resultado de progresivos entendimientos entre ambos países; a veces con apoyos externos. Ese empuje ha quedado muy debilitado en los últimos años, pero ahora tenemos una oportunidad de que se revitalice, a pesar de la debilidad del gobierno alemán –que es probablemente uno de nuestros principales problemas–, pensando en la integración política de Europa. También tenemos a los países de Visegrado, que no quieren perder soberanía; a los nuevos euroescépticos, empezando por Holanda, e incluyendo a los Nórdicos e Irlanda; y a los países del Sur, donde solo la Península Ibérica está en condiciones de jugar un cierto papel propositivo y proactivo, particularmente España por dimensión. Con todo, creo que actualmente existe la oportunidad de tener un nivel de interlocución muy franco, abierto y positivo con franceses y alemanes, para que esos territorios nuevos de encuentro puedan darse en la práctica, sabiendo que la visión de Francia y de Alemania acerca de la integración europea son, desde siempre, muy distintas. La primera defiende la postura de institucionalizar Europa para que eso nos proteja, mientras que la segunda apuesta por adoptar reglas comunes que nos obliguen a todos, y así evitar que algunos “espabilados” se aprovechen del rigor de otros. Ambas aproximaciones son absolutamente legítimas y hemos sido capaces en el pasado de ir encontrando territorios comunes. Ahora este es el gran reto, que abarca la gobernanza del euro, la defensa y seguridad, la política comercial y defensa del libre comercio –donde se están haciendo las cosas bien, como el acuerdo con Japón, con Canadá, el eventual acuerdo con Mercosur…– y el gran tema de la inmigración, que está en la base del concepto político de Europa. Al final Europa son cuatro libertades, y una de ellas es la libertad de circulación de las personas. Si no somos capaces de tener eso, Europa puede permanecer como una gran unión aduanera, como una zona de libre comercio y un lugar en el que algunas políticas se compartan, pero no será un proyecto político. F.F.S.: Hablemos sobre tecnología, que es otro ámbito que conoce en profundidad. Vivimos una era de intimidad tecnológica. Nuestros datos se recopilan y le muestran al mundo –y a las empresas– cosas sobre nosotros que ni siquiera sabíamos: nuestros gustos, estados de ánimo, hábitos... ¿Somos conscientes del poder que esto representa? ¿Hasta qué punto es legítimo que entornos externos obtengan este conocimiento?

J.P.: La pérdida de privacidad y de intimidad asociada a estos grandes intermediarios, pero también a un uso poco riguroso de las redes sociales, no debe llevarnos en ningún caso a intentar ponerle puertas al campo, en términos de frenar los avances tecnológicos. Lo que hay que ver es cómo se regula.

El principal problema es que estamos ante fenómenos absolutamente globales sobre los cuales la autoridad soberana, incluso de los países más importantes del mundo, como EE.UU. o como China, no es capaz de cubrir en su totalidad. Es esencial que haya una iniciativa multilateral y que las regiones y los poderes más importantes del mundo se pongan de acuerdo en cómo se regula el uso de los datos de las personas, y al mismo tiempo concienciar a los ciudadanos de que tienen que ser mucho más cuidadosos con su propia intimidad.

Creo que el descubrimiento de que a través de Facebook se han utilizado ilegítimamente datos personales para intentar influir en comportamientos electorales ha servido para despertar muchas conciencias. Otros aspectos, como la introducción de leyes de privacidad –en este caso además a través de directivas europeas y por lo tanto iniciativas multilaterales– también sirven para que los ciudadanos se pregunten si no están siendo demasiados abiertos a la hora de descubrir su intimidad. El problema es que hemos recibido tal avalancha de peticiones de conformidad con las políticas de privacidad, que al final provoca cansancio y la gente desiste. Confío en que eso se irá perfeccionando y perfilando, pero sí que hay una reflexión de fondo.

Si recordamos, hace unos pocos años, Time eligió como personaje del año al ciudadano (“You”), porque parecía que por primera vez en nuestra historia este tenía acceso fácil y barato a toda la información relevante, como para poder tomar de manera eficiente sus decisiones. Esto no había sucedido nunca en el pasado, porque la información era costosa en tiempo y en dinero, y por eso existían los intermediarios. Sin embargo, ese acceso a información relevante más la existencia de mercados competitivos le daban por primera vez sentido al concepto de soberanía del consumidor, muy habitual en la teoría económica pero no en la realidad. Creíamos entonces que quien mandaba era el consumidor, porque podía cambiar sus preferencias de acuerdo con la información relevante, y por consiguiente había un desplazamiento de poder desde la oferta hacia la demanda.

Lo que hemos visto con posterioridad es que la información que recibimos, y que pensamos que es suficiente como para poder elegir de forma libre, muchas veces está enormemente condicionada por los canales a través de los cuales nos llega, y ese es uno de los grandes debates del momento, asociado a esa pérdida de intimidad y a esa demanda de privacidad, sobre todo cuando se ha comprobado que puede afectar y distorsionar sensiblemente cosas tan importantes como los comportamientos electorales.

F.F.S.: Existe una relación entre nuestros valores como personas y los algoritmos que se construyen, pero al mismo tiempo existen algoritmos que influyen en nuestro comportamiento. Si pensamos que la IA tiene la virtud de ser neutral en la toma de cisiones, de no cometer errores, etc., estamos obviando que los algoritmos son construidos por personas… Por eso, la particular visión sobre la privacidad del CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, es trasladada a su plataforma e influye en 2.000 millones de personas…

J.P.: Así es. Por este motivo, la creencia naif de que habíamos conseguido por fin la soberanía del consumidor ya sabemos que no es cierta, porque la capacidad de estos grandes mecanismos para ofrecer una visión de la realidad que podemos percibir como verídica y certera, aunque no lo sea, es muy grande. Creo que el principal problema es cómo discernimos lo que deriva de una visión objetiva de la realidad de la visión de esa realidad que nos llega a través de estos nuevos intermediarios.

No sé cuál pueda ser la solución, pero solo se me ocurre una aproximación a ella: que los poderes políticos democráticos se tomen muy en serio estas cuestiones, porque la tentación de los no democráticos para utilizar estos recursos en su propio beneficio es muy fuerte. A ellos no les interesa tanto la expresión libre de la voluntad de los ciudadanos, sino precisamente condicionar las actitudes de estos para garantizar su supervivencia en el poder. Por eso, la pérdida de peso relativo de las democracias liberales o la pérdida de calidad democrática de muchas de ellas, empezando por EE.UU., va en la dirección contraria de cómo abordar todos estos asuntos.

La inteligencia Artificial es un instrumento poderosísimo y positivo en muchos ámbitos, pero plantea un dilema moral, y es hasta qué punto esa IA embota las inteligencias normales de los ciudadanos comunes. De nuevo, cómo ponerle puertas a ese campo es extraordinariamente difícil. Solo se me ocurre actuar desde la política, pero con visión global y multilateral, porque no estamos hablando de algo que ningún país pueda arreglar por sí mismo, por poderoso que sea.