Josep Piqué • Política Exterior • 8 de diciembre de 2022

De gatos y ratones

La economía puede ir mejor o peor; el malestar social, mantenerse latente o erupcionar, y la pandemia, agudizarse o remitir, pero la seguridad nacional no se negocia. El gato chino seguirá cazando ratones; es decir, manteniendo el control.

La frase se la espetó Deng Xiaoping a Felipe González en 1985, en la primera visita del presidente del gobierno español a China. Hablaban de economía: González se preguntaba si era posible mantener el discurso comunista en pleno proceso de reformas para introducir la economía de mercado en China. “Gato blanco o gato negro, a nadie importa, si caza ratones”, respondió Deng. Si la economía marcha y el país prospera, poco importa la ideología. Hoy ese pragmatismo de raíz confuciana continúa en la China de Xi Jinping, pero ya no se trata de la economía, sino de la seguridad nacional. Las protestas de hace unas semanas en varias de las ciudades más importantes del país –que sorprendieron al mundo entero–, la represión subsiguiente y ahora el aparente cambio de rumbo en la política de cero Covid son una señal clara en ese sentido. La economía puede ir mejor o peor; el malestar social, mantenerse latente o erupcionar, y la pandemia, agudizarse o remitir, pero la seguridad nacional no se negocia. El gato chino seguirá cazando ratones; es decir, manteniendo el control. No sabemos con exactitud la magnitud de las protestas, pero el simple hecho de que tuviesen lugar ya dice mucho. Las protestas son muy habituales en China, cosa lógica, por otra parte, en un país con más de 1.400 millones de habitantes, el más poblado del planeta. Las protestas suelen plantearse contra las autoridades locales y se centran en problemas concretos: falta de servicios, problemas de contaminación, mala gestión de crisis, impagos, escándalos de corrupción… Los manifestantes, además, solicitan normalmente ayuda al gobierno central, instándole a que intervenga y solucione sus problemas. Por regla general, este actúa, “corrigiendo” a las autoridades locales y aplacando el malestar. Las manifestaciones de finales de noviembre, sin embargo, entran en otra categoría, tanto por su alcance como por el espíritu que las animaba. Tuvieron lugar en más de una docena de ciudades –entre ellas Pekín, Shanghái, Wuhan o Urumqui, la capital de Xinjiang– y en más de una veintena de universidades, repartidas por toda la vasta geografía del país. Congregaron a una variedad de estratos sociales, desde obreros a estudiantes, pasando por la clase media. Todos pedían el fin de las duras –y en ocasiones arbitrarias– medidas asociadas a la política de cero Covid: test masivos, cuarentenas centralizadas, restricciones a la movilidad y confinamientos estrictos. Varias protestas derivaron en peticiones de mayores libertades, sobre todo de expresión, y algunas incluso se atrevieron a exigir un cambio de gobierno, algo que no se veía en China desde las protestas de la plaza de Tiananmen en 1989. Muchos en China están, comprensiblemente, tan hartos como asustados de la pandemia. El coste social y económico de la lucha contra el SARS-CoV-2 no ha parado de crecer en los últimos años. Los meses de encierro, la falta de ingresos y el aumento del precio de los alimentos han minado la moral de la población. A finales de noviembre, casi 500 millones de personas sufrían en China algún tipo de restricción a la movilidad. Complejos residenciales en Pekín estaban rodeados de barreras de acero para bloquear las salidas. Los contactos de los contactos de los infectados también debían guardar cuarentena. En el primer trimestre de 2022, más de 460.000 empresas cerraron en todo el país, mientras el desempleo juvenil roza hoy el 20%. Si a ello se añade la implosión a cámara lenta del sector inmobiliario, que ha acabado con una gran parte de la riqueza de la clase media, tenemos un cóctel explosivo. En 2011, el PIB de China crecía a un ritmo del 9,6%. El Fondo Monetario Internacional prevé para este año un crecimiento de apenas el 3,2%. En los Apuntes del Editor de mediados de octubre, ante la celebración del XX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh) que coronó a Xi como el nuevo Gran Timonel, nos preguntábamos cuánta represión podía aguantar la mayoría de la población. Las protestas de noviembre señalan que todo tiene un límite: el PCCh y también el propio Xi. La pregunta que debemos hacernos ahora es cómo condicionará este malestar explícito y extendido los años que le restan a Xi en el poder, que podrían ser muchos. ¿Mantendrá el rumbo, a pesar de esta advertencia clara? ¿O dará un golpe de timón? A corto plazo, las señales parecen apuntar a que la política de cero Covid irá flexibilizándose, incluso desapareciendo, en el marco de una estrategia de salida de la pandemia. No se trata de una fe de errores: el discurso oficial dirá que la pandemia ha entrado en una nueva fase menos peligrosa y que es hora de volver a la normalidad, paso a paso. Los riesgos de este cambio de estrategia, sin embargo, son enormes, con la amenaza de una nueva ola de infecciones en invierno, como sucedió en primavera en Hong Kong. El caso de Taiwán es ilustrativo en este sentido. Con un sistema sanitario mucho más robusto que el chino, Taiwán sufrió durante su “vuelta a la normalidad” una tasa de mortalidad del 0,2%. Algo similar en China implicaría millones de muertos. Que el PCCh y Xi corrijan el rumbo en lo que respecta al Covid –como ya hicieron con otra política de nefastas consecuencias, la del hijo único– no implica a vayan a hacerlo en cuestiones más “estratégicas”, relacionadas con la seguridad nacional en un sentido amplio. La hipotética flexibilización de la política de cero Covid irá acompañada, previsiblemente, de un aumento de la vigilancia y la represión. Trágicamente, las protestas cargarán de razón a Xi: el país está bajo asedio en numerosos frentes –externos e internos– y la receta para sobrevivir y avanzar es más mano dura, no menos. Con pragmatismo y cierto margen de maniobra, pero sin vacilar. Xi entenderá que no es momento de aflojar el paso. Ya sucedió en 1989, aunque a una escala mucho mayor. Entonces, una población desesperada por la inflación, el desempleo, la desigualdad y la injusticia tomó las calles y las plazas de China. Las manifestaciones, motivadas por cuestiones materiales, acabaron derivando en protestas prodemocráticas. La represión fue brutal, con Deng a los mandos del aparato estatal. Desde entonces, como explica la sinóloga estadounidense Yuen Yuen Ang, el PCCh ha desarrollado un arsenal mucho más sofisticado de estrategias de represión. Sabe que aplastar de manera violenta y a la vista de todos las protestas es demasiado costoso. Según Yuen, la experiencia con Hong Kong sugiere que las protestas podrían continuar durante un tiempo, aflorando aquí y allá, pero tarde o temprano el gobierno central pondrá fin al desafío castigando a los manifestantes uno por uno, “ajustando cuentas”. Lo hemos visto en Hong Kong, pero también en Bielorrusia, Irán y Rusia. De noche, todos los gatos son pardos. Y quienes no comulgan, ratones.