Sobre la eficacia de las sanciones a Rusia
Muchos se hacen una pregunta obvia: ¿están siendo eficaces las sanciones a Rusia? A la vista de la continuidad de la agresión a Ucrania y de la aparente evolución de la economía rusa (desde el saldo comercial a la cotización del rublo, la inflación o el PIB), parece que no mucho. O, al menos, no lo suficiente. Y, en cambio, están perjudicando claramente a los países sancionadores, particularmente los europeos. No es un debate nuevo. El embargo –que no bloqueo– estadounidense a Cuba no ha supuesto un peligro existencial para la dictadura castrista y le proporciona una coartada propagandística. Las sanciones a Venezuela han sido contundentes, pero no han conseguido la caída del régimen chavista y ahora Biden parece dispuesto a relajarlas en un movimiento dudosamente ético. Asimismo, las impuestas a Irán, si bien consiguieron que aceptara un acuerdo con la comunidad internacional sobre su desarrollo nuclear, evitando la proliferación de armas nucleares a corto plazo, y roto por un acto irresponsable –uno más– de Trump, no han impedido que Irán prosiga con su política exterior agresiva y el uso de su fuerza militar más allá de sus fronteras. Por lo tanto, la pregunta inicial es perfectamente legítima. Aunque las exportaciones rusas de hidrocarburos (carbón, petróleo y gas) han disminuido significativamente en cantidad (y más lo harán de aquí a fin de año, debido al calendario europeo de sanciones), no ha sido así en valor, dado el aumento de los precios, mejorando el saldo de la balanza comercial, a pesar de la caída de las importaciones. Ello ha dado margen a su política monetaria, subiendo tipos, permitiendo la recuperación rápida de la cotización del rublo. En paralelo, la inflación sigue alta, pero va descendiendo y la recesión medida por la evolución del PIB va a ser menor de lo vaticinado. Así, Putin puede seguir financiando su agresión, y al mismo tiempo limitar los daños de las sanciones –por otra parte, evidentes– a niveles asumibles por una población narcotizada por la omnipresente propaganda oficial. Incluido el impacto de la congelación del 50% de las divisas nominadas en monedas extranjeras (unos 300.000 millones de dólares), la brutal disminución de la producción de automóviles o la fuga de cerebros, y la salida abrupta de las empresas occidentales del país. Todo eso es cierto a corto plazo. Pero a medio y largo, los efectos pueden ser muy lesivos. La prohibición de importaciones rusas –seguida en la práctica por China, a pesar de su apoyo político y retórico– de productos tecnológicos imprescindibles se cobrará pronto su peaje, en una economía muy poco digitalizada y dependiente de esas importaciones. Así como la ausencia de recambios esenciales (por ejemplo, deben pararse aviones para permitir la sustitución de piezas necesarias para los que siguen volando), y que afectan a sus propias capacidades militares o de extracción de hidrocarburos. También la exclusión de los bancos rusos del sistema Swift ha provocado un primer default (impago de la deuda), hace unos días. El impacto no es, pues, menor, y se va actualizando (la UE discute su sexto paquete de medidas), pero el quid de la cuestión es la energía. Ciertamente, la demanda europea va disminuyendo paulatina pero constantemente y, en lo que se refiere al gas, no es tan fácil compensarlo con ventas a terceros, como China, por razones fundamentalmente logísticas (y también políticas). Por ello, en el G-7, se ha discutido sobre la posibilidad –difícil de implementar– de poner un tope a los precios pagados por el petróleo o el gas y así disminuir significativamente los ingresos rusos. Y aunque Putin intenta atribuir a las sanciones los problemas de exportaciones alimentarias por el mar Negro, lo cierto es que la responsabilidad recae sobre el bloqueo aeronaval impuesto por la flota rusa de los principales puertos de exportación ucranianos. En cualquier caso, Europa se enfrenta a tres dilemas: económico, político y moral. El dilema económico es que el impacto de las sanciones es también muy negativo para los países sancionadores en términos de inflación y de riesgo de recesión. Y eso nos lleva al dilema político: hasta qué punto los ciudadanos europeos –y sus gobiernos– están dispuestos a mantener y soportar sacrificios para ayudar a Ucrania en su heroica lucha contra el invasor. Las democracias son regímenes de opinión pública y los ciudadanos eligen libremente a sus gobernantes. Y estos no parecen dispuestos a solo dar malas noticias. Y ahí está el dilema moral. Ya que Occidente ha decidido no ir a la guerra para evitar un conflicto directo de imprevisibles consecuencias, la respuesta pasa por las sanciones económicas –a pesar de los costes– y el aprovisionamiento de armas a Ucrania para su legítima defensa. Y es lícito preguntarse hasta qué punto estamos llevando a Ucrania a acumular víctimas humanas y la devastación del país y su economía sin que podamos tener la seguridad de que Rusia retire sus tropas y acepte que no es permisible su violación flagrante del derecho internacional. Algo que solo es posible si Occidente sigue su doble compromiso, con las sanciones y con la provisión de armas. Sabiendo que las sanciones difícilmente van a doblegar a Rusia en sus objetivos, que van más allá del coste económico, como vemos con la amenaza de no reabrir el Nord Stream I, y que lo que Ucrania más necesita es tener capacidad militar para evitar su desmembración y asegurar su viabilidad como nación independiente y soberana, y poder así negociar un armisticio, algo que los derrotados no pueden hacer en mínimas condiciones. La defensa de nuestros valores está a prueba. Y solo la perseverancia en las sanciones y la continuidad de la ayuda militar y financiera a Ucrania
Fotografía Efrem Lukatsky / AP