AMERICA LATINA, CLAVE DE OCCIDENTE
Estamos ante un momento crucial para Europa en el nuevo escenario geopolítico de la primera mitad del siglo. Un escenario que se está configurando en torno a un nuevo mundo bipolar y a una nueva Guerra Fría en la que uno de los protagonistas -Estados Unidos- se repite, y otro -China- ha surgido con fuerza inusitada, reemplazando a la antigua Unión Soviética, claramente derrotada y desaparecida después de la caída del Muro de Berlín.
Tal escenario no era previsible entonces. Muchos creyeron en el “fin de la Historia” con una única superpotencia y la generalización de sus valores -los valores occidentales- al resto del planeta. Una “occidentalización” que tenía como uno de sus polos más atractivos el gran logro histórico de una integración europea que, por primera vez, no se basaba en el uso de la fuerza y en la dominación sino en la paz, la igualdad y la solidaridad.
Un proyecto que atrajo inmediatamente a los antiguos países “satélites” de la Europa Central y Oriental, incluidos antiguas repúblicas de la propia Unión Soviética, como las bálticas. Y como referente evidente para otros lugares del mundo, en Europa Oriental, los Balcanes, el Cáucaso o, por supuesto, América Latina.
Un referente no sólo como espacio de democracia, libertad, igualdad, prosperidad y bienestar. También como ejemplo paradigmático de los beneficios de la integración no sólo económica sino también política. Una integración basada en unos valores propios de sociedades abiertas, con Estados de Derecho democráticos, con división de poderes e independencia judicial y con un sistema económico de economía de mercado y de libre iniciativa privada, compatible con estados del bienestar que permitieron construir sociedades cohesionadas en torno a crecientes clases medias.
Unos principios y valores que fueron abrazados a partir de mediados de los ochenta por la mayor parte de países latinoamericanos, muchos de ellos después de intentonas revolucionarias, experiencias autoritarias y dictaduras militares que ensangrentaron trágicamente la región.
Hoy, con las lamentables excepciones que conocemos, siguen siendo guía de actuación para la misma. No sólo en lo político sino también en lo económico, incluyendo procesos de integración que, de una forma u otra, miran a la Unión Europea como ejemplo a seguir.
Estamos hablando, sin embargo, de integraciones distintas. Porque evidentemente no es lo mismo la integración centroamericana, obstaculizada por sistemas políticos y sociedades dispares y aquejadas en algunas de ellas de males endémicos como la violencia, el narcotráfico o la corrupción, que las experiencias del Mercosur o, más recientemente, de la Alianza del Pacífico. Por no hablar de los fracasos de la integración andina o de la felizmente moribunda Alianza Bolivariana.
En el caso del Mercosur, se trata de una Unión Aduanera sin políticas comunes y con una clara asimetría entre los países grandes (Brasil y Argentina) de profunda raigambre proteccionista y con un fuerte nacionalismo económico y los otros dos integrantes (Paraguay y, sobre todo, Uruguay) más abiertos al mundo pero muy condicionados por el peso abrumador de sus vecinos. Por ello, el Mercosur ha ido avanzando muy lentamente y con recurrentes retrocesos y no menores contradicciones internas que explican, en gran medida, su escasa capacidad para proyectarse unitariamente hacia el exterior a través de grandes acuerdos económicos y comerciales con otras regiones.
Un claro ejemplo de ello es que llevamos más de dos décadas -con largas interrupciones y estancamientos- de negociación para un Acuerdo Estratégico de Libre Comercio entre la Unión Europea y el Mercosur. Debemos admitir, en cualquier caso, que no toda la responsabilidad recae en una de las partes. En estos momentos, los obstáculos para la firma definitiva provienen particularmente de Europa, encabezados por Francia, con la colaboración de países como Bélgica, Polonia o Irlanda, en un clamoroso ejercicio de miopía política cortoplacista y contradictoria con el discurso europeísta del Presidente Macron. España y Portugal están impulsando con decisión la firma, y ha conseguido el apoyo, entre otros, de Alemania. El vínculo iberoamericano muestra una vez más su virtualidad y su utilidad.
El otro caso más prometedor en cuanto a su ambición y alcance a medio y largo plazo -a pesar de su prudencia y pragmatismo en el corto- es el de la Alianza del Pacífico. Desde el punto de vista de los valores, la Alianza del Pacífico es claramente “atlántica”, y avanza sin prisa pero sin pausa y, de momento, sin verse afectada por los cambios políticos en los países miembros (ahora en México, pero antes en Perú, Colombia o Chile) y con la perspectiva cada vez más próxima de la incorporación de Ecuador, después del giro estratégico que, afortunadamente, está impulsando el Gobierno ecuatoriano.
Me parece obvio que, para Europa, el apoyo y la relación estratégica con la Alianza debe ser prioritaria. Y debe complementarse con la relación con el Mercosur, después de un Acuerdo que orientará, sin duda, a sus países integrantes a un mayor y mejor grado de integración económica en la dirección de un Mercado Común. Tal política facilitaría algo muy deseable: la convergencia entre ambos procesos de integración latinoamericana y su relación cada vez más estrecha con la Unión Europea.
En unos momentos de repliegue norteamericano en su papel de liderazgo del mundo occidental y de debilitamiento del vínculo atlántico tradicional de matriz anglosajona, la responsabilidad de Europa en la defensa global de los valores occidentales es mayor que nunca. Una defensa que requiere de aliados que los compartan y que se apoyen mutuamente.
Ello implica consolidar una creciente relación estratégica con Japón, Corea del Sur o Canadá (países con los que Europa ha firmado acuerdos muy importantes), o Australia y Nueva Zelanda, y una política exterior común que mire mucho más a África y, desde luego, a América Latina.
América Latina forma parte de Occidente. Y en unos momentos de clara “desoccidentalización” del planeta, reforzar ese carácter a través de una decidida estrategia europea es vital para todos los que creemos en la libertad y en los valores del humanismo y la Ilustración. España y Portugal podemos y debemos ser beligerantes y proactivos en ese objetivo. Europa -y Occidente- nos lo agradecerá.